sábado, 20 de mayo de 2023

A propósito de la fiesta de la Ascensión del Señor.....

Queridos hermanos y hermanas, la celebración de la Ascensión del Señor, marca la recta final del tiempo de Pascua, en el que de un modo especial de la mano de San Lucas a través del Libro de los Hechos de los Apóstoles , nos hemos aproximado a la experiencia pascual vivida por aquel grupo de pescadores galileos que se unieron a Jesús. Los hemos acompañado, viéndonos muchas veces reflejados en sus vivencias; y viendo como del miedo y el temor durante los días que Jesús permaneció en el sepulcro la alegría y el gozo se adueñaron de ellos con cada una de las apariciones del Resucitado. Los mismo que ahora experimentan ver a Jesús subir a los  con la promesa de que recibirán el Espíritu Santo. 


Es este Espíritu Santo que el Padre y el Hijo hacen descender sobre la Iglesia, el que nos permite a aquellos que nos hemos adherido a Jesús cumplir el último mandato de Jesús “Id y haced discípulos…”. Porque sin este Espíritu pronto nos cansamos y agotamos e incluso puede ser que arrojemos la toalla y nos rindamos. San Lucas nos dirá la semana que viene que “…los discípulos estaban en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos”, pero que cuando vino sobre ellos el Espíritu Santo se llenaron de fuerza y valor para dar testimonio de todo lo que han vivido junto a Jesús con la certeza de que a pesar de su ausencia física de entre nosotros el sigue estando presente de un modo totalmente nuevo. 


Esta experiencia pascual de los discípulos y apóstoles de Jesús es la misma que cada uno de nosotros vivimos en el transcurso de nuestra vida. Todos en nuestras vida tenemos un periodo en el que, como los discípulos durante la vida pública de Jesús,  nos gusta estar con Él y aprender de sus Palabras y sino truncamos este proceso, como hizo el joven rico del Evangelio; llegará otro momento oscuro y de crisis como el que los discípulos vivieron durante la pasión y los días en que Jesús estuvo muerto. Tiempo en el que nos preguntamos ¿Dónde está Dios? O por el porqué de nuestro sufrimiento, agobio, dolor… Este tiempo es al que Santa Teresa de Jesús se refiere en sus escritos como “la noche oscura del alma” y que para ella duró más de cuarenta años. 


Para después pasar a la alegría y la expectación de la Resurrección del Señor. Experimentándola como algo novedoso y desconocido para nosotros, que a pesar de estar tan acostumbrados a asegurárnoslo todo, a pesar de la propuesta desconocida que se nos hace, esta es la vivencia que nos llena de la alegría y el gozo que nuestro corazón anhela. Para finalmente como los discípulos llenarnos del Espíritu Santo y convencernos de que de todo lo que Dios ha ido haciendo en nuestra vida y de como por medio de Jesucristo ha salido a nuestro encuentro y de cómo nos sentimos animados por Él por medio del Espíritu Santo. 


Jesús, en diversas ocasiones dice a los suyos que es necesario que Él vuelva al Padre, pero que su regreso a la gloria del cielo no supone que se desentienda de lo que ha estado haciendo con sus discípulos; sino que cuando Él este junto al Padre entre los dos enviaran sobre ellos el Espíritu Santo que nos revelará y dará a conocer una nueva forma de estar dios presente en medio de su pueblo y de caminar Jesús al frente de la Iglesia. 


Esto es así, porque la Ascensión de Jesús es una consecuencia lógica de su Resurrección. Jesús, después de haber cumplido su misión; tras haber roto las cadenas que nos esclavizaban a la muerte y ser glorificados por Dios en la Resurrección. Después de haber dejado claro que el cuerpo de carne y hueso que depositaron en el sepulcro ha resucitado. Él que no tiene pecado, Él que es puro como lo era Adán antes de morder la manzana. No puede permanecer físicamente en un mundo en el que los hombres nos arrojamos tan fácilmente en los brazos de la tentación y del pecado. Tiene que regresar junto al Padre del que un día salió y permanecer allí a la espera de que nosotros le sigamos hasta el día que Dios Padre tiene establecido para su regreso a este mundo. 


Pero quien por amor hizo que su Verbo se encarnara en el seno de una doncella de Nazaret llamada María. Y aquel por amor a cada hombre y mujer que ponemos nuestros pies sobre la faz de la tierra ha subido al madero de la cruz, no puede dejarnos sin más en este mundo a la espera de su regreso. Si no, que como si de la “Parábola de los talentos” se tratase nos deja un encargo, conocido como la “Gran Comisión”, les dice a sus discípulos y nos dice a nosotros: “Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que yo os he enseñado”.


Para esta tarea, que no podemos dilatar en el tiempo, contamos al igual que la semana que viene veremos que contaron los Apóstoles y discípulos de Jesús, con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo. De lo contrario podemos ser ese siervo holgazán que aparece en la ya citada “Parábola de los Talentos”. Porque el Padre y el Hijos han enviado sobre nosotros al Paráclito para que nuestras preocupación sea solo la de ir e ir en nombre del Señor a anunciar su amor. 


domingo, 14 de mayo de 2023

A propósito de la lecturas de este VI Domingo de Pascua.

La Palabra con la que somos bendecidos en este sexto Domingo de Pascua, es una invitación, que no podemos dejar caer en saco roto; a que descubramos como en ningún momento del caminar histórico de la Iglesia ha de dejado de cumplirse la promesa de Jesús a sus discípulos “no os dejaré solos”. Es una invitación a que veamos cerca de nosotros la presencia discreta, pero eficaz y tranquilizadora de Dios en medio de su pueblo. En este sentido el Evangelio, que este domingo proclamamos en la celebración de la Eucaristía, nos presenta lo que podríamos denominar el “testamento de Jesús”. Las autoridades judías tienen decidido que Jesús ha de morir y sólo esperan el momento oportuno para ello. Jesús ante la proximidad de la hora de la cruz, en el transcurso de la última cena que tiene con sus discípulos, conociendo que ante su ausencia la seguridad que sienten desaparecerá por completo. En el tono de despedida de sus palabras se abre una puerta a la esperanza.

 

            Jesús les garantiza y también nos garantiza a nosotros, que a pesar de los acontecimientos que se avecinan no los va a dejar solos. Les dice que “va al Padre” pero que eso no significa que se aleje de ellos y de la Iglesia en su caminar por el mundo, pero de un modo totalmente nuevo y desconocido hasta el momento.

 

Es necesario que para que eso suceda que aquellos que desde los discípulos compartieron la vida pública de Jesús y todos lo que a Él os henos adherido a su persona desde aquel momento hasta nuestros día, continuemos caminando tras sus pasos amándolo a Él y al prójimo a través de las obras de misericordia.

 

Pero tanto los discípulos de Jesús como nosotros somos débiles y muy dados a abandonar aquello que nos cuesta trabajo y nos supone esfuerzo; y amar al prójimo y sobre todo al enemigo es algo que cuesta mucho esfuerzo. Y más cuando Jesús que era quien los animaba con sus enseñanzas y su milagros ya no está físicamente con ellos. Jesús, que sabe de esta realidad de cada hombre y mujer que ponemos nuestros pies sobre la faz de la tierra. Les dice que Él va a pedir al Padre que les envíe otro protector, otra fuente de seguridad; lo que Él llama “Paráclito” en ese momento el Espíritu Santo ocupará el lugar de Jesús en la tarea de enseñar y cuidar de la comunidad de los discípulos y toda la Iglesia.

 

El Espíritu Santo que obra únicamente en la Iglesia, esto es para que actúe u obre sobre mi he de sentirme parte de la Iglesia, ayude a los bautizados y discípulos de Jesús a entender sus enseñanzas, su parábolas, cada una de sus palabras y sus milagros a la luz de los desafíos que cada siglo presenta a la Iglesia, esta pueda responder alzándose como un faro que guía al navegante en la noche oscura del pecado y de una vida sin Dios.

 

Por otro lado, el Espíritu Santo conduce a la comunidad de los creyentes, la Iglesia, a través de la historia al encuentro de la verdad, la libertad y la vida eterna. Propiciando a cada creyente la seguridad, la guía  y las defensas necesarias frente a todo aquello en lo que nos hallamos de enfrentar por ser fieles a Cristo y a la hostilidad del mundo por ello.

 

En esta nueva forma de estar Jesús con su pueblo a través del Espíritu Santo que es el amor del Padre y del Hijo derramado sobre la Iglesia, la va acompañar hasta el final de los tiempos. Y la Iglesia es consciente de esto porque sabe que en medio de ella, a pesar de la dificultades y de las persecuciones; siempre ha habido y hay hombres y mujeres que arden en deseos de vivir una entrega al prójimo como la entrega de Jesús en el ara de la cruz. Tal y como hoy hemos visto en la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles.

 

En esta lectura vemos como la primitiva comunidad de Jerusalén después de vivir unos años en relativa calma. Entorno al año 35 algunos de sus miembros, ante la persecución desencadenada contra ellos, tienen que buscar refugio en las regiones vecinas. Propiciando con ello que la Buena Noticia del Evangelio se extienda fuera de Jerusalén. Como es el caso del apóstol Felipe, que hemos visto hoy en la primera lectura como predica el amor de Dios entre los samaritanos.

 

Recordemos una cosa, que veíamos esta cuaresma el domingo en que proclamamos el Evangelio de la Samaritana. Que los judíos no se trataban con los samaritanos, a los que consideraban herejes, porque en el pasado mujeres samaritanas se habían casado con soldados del invasor babilonio. La predicación de Felipe, demuestra que la Iglesia no tiene fronteras, ni hace acepción de personas; con lo que se abre la puerta a la evangelización del mundo pagano.

 

Resulta curioso que a veces los paganos convertidos al cristianismo están más predispuestos que los cristianos de “toda la vida” a vivir los valores del Evangelio. Tal es el caso de los samaritanos a los que Felipe ha anunciado la Buena Noticia del Evangelio; que se adhieren a Jesucristo, naciendo de este modo una comunidad de hombres y mujeres libres. Pero para que esta comunidad deje de ser un grupo más unido por unos intereses comunes y se constituya como Iglesia no basta sólo con acoger la Palabra del Evangelio, eso también lo hacen en otras comunidades cristianas no católicas y sin embargo no son Iglesia; porque lo que nos constituye como Iglesia, como nuevo pueblo de Dios es el derramamiento del Espíritu Santo que el Padre y el Hijo hacen descender sobre todo aquel que se adhiere al grupo de los discípulos de Jesús. Y Jesús sólo creo un grupo de discípulos, la Iglesia, y esto es así porque si nos remontamos en el tiempo generación tras generación podremos sin interrupción alguna a los apóstoles y de estos a través del pueblo judío entroncar con los patriarcas del Antiguo Testamento.

 

Sin este derramamiento o efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia y en particular sobre cada cristiano, prácticamente imposible que cumplamos con lo que hoy se nos pide en la segunda lectura de hoy. No podremos reconocer la santidad de Jesucristo, no podremos reconocerlo caminando a nuestro lado. Porque esta certeza surge de la confianza y esperanza que da el Espíritu al disipar el miedo en aquellos que se han unido a Jesucristo en su Iglesia.

 

Sin esto, ente las patentes hostilidades y la persecución por permanecer junto a Él a pesar de las muchas invitaciones que todos los días recibimos para dejarlo de lado y lanzarnos a los placeres y perversiones del mundo. No podremos actuar como el Apóstol Felipe, que a pesar de tener que huir, allí donde va da razón de su fe y de su esperanza ante quienes lo reciben; de un modo muy diferente al que está acostumbrada nuestra sociedad, sin agresividad, con delicadeza y modestia con respeto, con buena conciencia mostrando su amor hacia todos incluidos los enemigos.

 

Este camino aunque a simple vista pueda parecer el fracaso más rotundo de los fracasos, el Espíritu nos la certeza de que no es así porque la victoria del cristiano, es la resurrección, la vida eterna y eso nuestro mundo no lo entiende.

 

 

sábado, 19 de enero de 2019


II DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO. CICLO C. AÑO 2019
        Queridos hermanos y hermanas la Palabra de Dios de este Domingo quiere que sigamos conociendo a Jesús, a la vez que nuestra fe en Él se robustezca y crezca. Para ello hoy el Evangelio nos presenta la escena de las Bodas de Cana, donde vemos a Jesús actuando para devolver la paz y la alegría a los que la han perdido.
         Para que cada uno de nosotros descubramos a Dios actuando en nuestras vidas y desde ahí aumente nuestra fe en Él. Hoy el Señor nos ha regalado una Palabra asombrosa, la cual, por medio de la mano del Profeta Isaías, que pretende crear en nuestro corazón un sentimiento de esperanza; como lo creara en Israel a su vuelta del exilio en Babilonia, a pesar del estado de abandono y ruina en que se encuentra Jerusalén habitada ahora por un pueblo extranjero. El deseo del Profeta es que Jerusalén sea una ciudad santa desde la cual sean gobernados con justicia los pueblos de la Tierra.
         Isaías no sólo se refiere a Jerusalén al hablar al pueblo de Dios, sino también al corazón de los judíos y al corazón de aquellos que a través de los siglos hemos meditado este texto sagrado. Porque todos hemos vivido algún momento de crisis espiritual independientemente del motivo por el que haya sido. Crisis son esos momentos en los que nuestro corazón se parece a la Jerusalén que los israelitas encontraron a su vuelta del exilio: devastada, arruinada, abandonada. Es decir, no sentimos ni vemos a Dios por ningún lado. Pero como el Profeta deseamos con todas nuestras fuerzas que nuestro corazón sane, para que Dios vuela a gobernar nuestra vida con amor y justicia.
         Por otro lado, el salmista de hoy nos ha invitado insistentemente a alabar al Señor. Por eso, es algo que no es fácil hacerlo cuando uno esta en crisis, porque no ve a Dios por ninguna parte. De ahí, es por lo que hemos de resistirnos a sentimientos tales como la indiferencia o el rechazo. Por el contrario, debemos de recordar los momentos en los que hemos visto la mano de Dios en nuestras vidas. Ejemplo de esto lo tenemos en Santa Teresita del Niño Jesús, cuando ya muy enferma de tuberculosis, poco antes de morir, sufrió una terrible crisis espiritual, lo que no le impidió dejar por escrito su gran amor a Dios en su libro “Historia de un Alma”.
         En la segunda lectura de hoy, el Apóstol San Pablo nos ha hablado de que todos somos necesarios para la construcción de la Iglesia; y para ello hemos recibido por medio del Espíritu Santo una serie de dones y carismas, que nos hacen ser complementarios los unos de los otros en la manifestación del Reino de Dios. Dones y carismas los cuales determina nuestra vocación en la vida y en la Iglesia.
         Una vida que en muchas ocasiones es como las Bodas de Caná; cuando menos nos damos cuenta se nos acaba la alegría, las ilusiones. Y todo ello, porque no nos hemos percatado del paso del Señor por nuestra vida, dejando que la monotonía, los continuos problemas y las dificultades a superar a diario, ganen terreno en nuestra vida llevando poco a poco a vivir permanentemente instalados en el desanimo y la apatía. Y es ese estado donde comenzamos a pensar que a Dios ya no le importamos, que Dios nos ha abandonado.
         Y es en esos momentos, donde el Señor pone delante de nosotros un hermano; que, igual que tú en su bautismo ha recibido el don de la alegría, el carisma de hacer felices a los demás. Para que, al igual que hizo María, la madre de Jesús, en Caná, interceda por ti ante Cristo, de todas las formas posibles, para que la alegría y el gozo puedan volver a reinar en el corazón del que ha perdido la ilusión. Haber experimentado y ser conscientes a posteriori de este paso del Señor por nuestra vida debe hacer que nuestra fe Él crezca; pues nos damos cuenta de que nunca hemos dejado de importarle, que siempre ha estado ahí y más cerca que nunca en esos momentos en que no lo veíamos por ningún lado.
         Los grandes maestros espirituales de todos los siglos han afirmado siempre que los tiempos de crisis son oportunidades que Dios nos da para madurar interiormente y de acercarnos más a Él. Por muy hundidos que nos sintamos, es muy importante que dejemos de amar a Dios. Aunque a veces esto sea tan difícil, con la ayuda de nuestra Madre del Cielo, la Virgen María, nuestra alma volverá a contad a todos las maravillas del Señor.


sábado, 8 de diciembre de 2018


SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCION DE LA VIRGEN MARIA. AÑO 2018
         Queridos hermanos y hermanas, hoy con la celebración de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, patrona de España, rompemos la sobriedad del Adviento, que por otro lado presenta a la Virgen María como su figura central y modelo de esperanza, pues en María se resume la espera de Israel en ser consolado por el Mesías.
         Hoy nosotros, que aguardamos el consuelo definitivo del Señor, al celebrar como María, en previsión de la Encarnación del Hijo de Dios, nació sin que le fuera imputada la pena del pecado original como a nosotros se nos imputa. Estamos celebrando llenos de gozo y esperanza la victoria de Dios sobre el demonio y el pecado. Un triunfo, que se manifiesta antes que, en nadie en María, al ser preservada de todo pecado desde el primer instante de su existencia.
         Así la preparó Dios para que fuera la digna madre del Hijo de Dios. En ella se cumple lo anunciado en el Libro del Génesis “la mujer aplastará la cabeza de la serpiente, cuando esta la muerda en el talón”, como hemos escuchado en la primera lectura de hoy. En María, Virgen Inmaculada, se cumple plenamente la elección que Dios ha realizado sobre cada uno de nosotros en la persona de Cristo para que seamos santos e irreprochables ante Él por el amor.
         Así es como el ángel Gabriel saludó a María llamándola “Llena de Gracia”, nosotros debemos de dar gracias al Señor, porque la tierra ha dado su fruto; fruto que es bendición de Dios que siempre cumple sus promesas. De este modo en la plenitud de los tiempos, cuando el pueblo escogido de Dios estaba maduro, María, que había sido escogida en la noche de los tiempos por Dios para ser la Madre del Mesías.
         Esta vocación singular de María, e las que hoy nos ha presentado el Evangelio, que hace un momento hemos proclamado, el cual nos ayuda a comprender y descubrir la identidad de esta mujer sin paragón ninguno en la historia de la salvación. Ella, joven prometida como esposa con un descendiente de David, Jose; es saludada por el mensajero de Dios, como los profetas del Antiguo Testamento saludaban a la ciudad santa de Jerusalén, considerada por ellos como la esposa de Dios: “Alégrate, el Señor esta contigo. Tu estás llena del amor gratuito de Dios. Tu concebirás un hijo que llamarás Jesús, tu serás la madre del Hijo de Dios”.
         Esta vocación de María a ser la Madre del Redentor es la que hace que será preservada del pecado original. Que es lo que hoy realmente celebramos, que María es la mujer “sin pecado”. Vocación esta a la que también esta llamado todo el pueblo de Dios, entre los que nos incluimos nosotros. La aceptación de esta llamada convierte a María en la verdadera “hija de Sión” (Sión es el nombre primitivo de la ciudad de Jerusalén), además de en icono de Israel que ve colmada su espera y acoge al Mesías que viene como modelo para nosotros.
         Orígenes, uno de los padres de la Iglesia, se pregunta a este respecto “¿De que me sirve confesar a Cristo venido en la carne, si no viene a mi carne?” Y es que cada uno de nosotros, a imitación de la Virgen María, estamos llamados con una vocación y unos dones diferentes para cada persona a engendrar en nuestro corazón a Cristo.
         Todo cristiano por vocación bautismal ha de ser morada de Cristo, para que tal y como el Hijo de Dios se ha hecho carne en María, también en nuestra carne toma forma para llegar a los demás por medio de nuestras obras, palabras, gestos, peros sobre todo por el amor que somos capaces de transmitir.
         Si acogemos la semilla de la Palabra de Dios en nosotros, mediante la escucha obediente, como hizo María, si nosotros como Ella sabemos vivir la espera de Dios hecho hombre, lejos de agobios, prisas e impaciencias, descubriremos una presencia nueva y desconocida de Dios en nuestras vidas llenando nuestros vacíos existenciales y dando un sentido nuevo a cada acontecimiento que vivimos; dando un sentido nuevo a nuestra vida. Presencia, esta que se manifiesta en el servicio desinteresado a los demás y en el amor al prójimo. Esto es lo que vivió María en la encarnación y lo que hizo ras saber que iba a ser la madre del Hijo de Dios, se va a la montaña de Judea a ponerse al servicio de su prima Isabel, al servicio de quien la necesita.
         La fiesta de hoy ha de suponer para nosotros, cristianos del siglo XXI y en estos momentos protagonistas de la Historia de la Salvación, una nueva ocasión para contemplar a Cristo engendrado por María, que representa a toda la Iglesia: el cual nos llama a avanzar en el amor al prójimo como el mejor camino para alcanzar la salvación.

jueves, 7 de junio de 2018


“EL BAUTISMO EN EL ESPÍRITU SANTO”
(Enseñanza impartida en la Efusión del Espíritu, al Grupo de Oración y Alabanza de la Parroquia de San Francisco Javier de Cartagena, como final de su primer Seminario de Vida en el Espíritu, el día 20 de mayo de 2018, Domingo de Pentecostés)
         El pueblo de Israel, que aún vive bajo la Antigua Alianza, celebra años tras año, cincuenta días después de la Pascua, la Alianza del Sinaí, escrita en las tablas de piedra que Dios entregó a Moisés y Alianza por la que Israel dejó de ser un pueblo cualquiera para convertirse en nación, en el pueblo de Dios.
         Y en la celebración de este día en el año 33 de nuestro calendario, al amanecer, cuando los discípulos de Jesús, acompañados de algunas mujeres que habían acompañado a Jesús durante su vida pública, se disponían a entonar el “Shemá”, fue el momento elegido por Dios para que el Espíritu Santo, el Paráclito, viniera sobre aquel aterrorizado grupo de hombres y mujeres, naciendo de este modo la Iglesia.
         Pero sucede que a pesar de que el Espíritu Santo esta tan intrínsecamente ligado al nacimiento de la Iglesia, como lo pueden estará a nuestro nacimiento nuestra madre; para una infinita mayoría de bautizados es un gran desconocido. Y si el Espíritu Santo es un desconocido, sino sabemos quién es, ni lo que hace, ni como se manifiesta. Entonces ¿cómo vamos a desear que venga sobre nosotros? ¿Cómo vamos a anhelar fervientemente ser renovados por su fuego? Para conocerlo hay que rastrear su presencia y su acción en la vida del pueblo de Dios, en la Iglesia.
         El Espíritu Santo es de las tres personas de la Trinidad de Dios la más celosa de su intimidad. De hecho, en la Sagrada Escritura no se menciona nunca su identidad; y cuando se habla de Él se hace siempre en referencia a Dios Padre o al Hijo, cuando no a ambos juntos. El Espíritu Santo es alguien que nunca se ha revelado en primera persona, nunca ha dado la cara directamente, ni ha salido al encuentro de los hombres, como si lo han hecho el Padre en la Teofanía de Mambre o el Hijo con su encarnación. Unos lo representan como una lengua de fuego, otros como una paloma o un rayo de luz que atraviesa el corazón de las personas; pero lo cierto es que nadie lo ha visto jamás.
         De lo poco que sabemos de Él, es que va y viene, entra y sale, sube y baja, agita y vivifica; se oye su voz, reconocemos su paso por la vida de los hombres, y sabemos que ha estado aquí o allí, porque a su paso surge la vida, las cosas son renovadas, lo torcido es enderezado, lo enfermo es sanado, lo oculto es hecho público. Lo que único es que no hay forma de seguir o perseguir al Espíritu Santo, porque va y viene libremente, sin sujeción alguna.
         Este es el Dios sin rostro, que hemos relegado al olvido, es el amor derramado del Padre y manifestado en el Hijo que desciende sobre la creación entera y habita en nuestra alma, haciéndonos participar de la vida divina, algo parecido a la relación que el hombre mantenía con Dios cuando fue creado y que se perdió por el Pecado Original. De este modo el Espíritu Santo se convierte en la fuerza que mueve la historia y el impulso que la alienta. Su imagen no es algo que nos entra por los ojos, sino que es una fuerza, una energía que invade todo nuestro ser. Así es como la acción del Espíritu Santo irrumpe de un modo muy especial en la historia del hombre transformándola por completo. Este es el mismo que saco a Israel de la esclavitud de Egipto, lo llevo en alas de águila por el desierto. Es quien hizo con Israel una alianza de amor y sangre en el Sinaí y le dio en posesión la Tierra Prometida.
         De este mismo modo, algún día Dios avanzara sobre la tierra sembrando un mundo nuevo, transformándolo todo con su sola presencia y misericordia. Su llegada estará precedida de una formidable Efusión de Espíritu Santo sobre todo ser viviente, que se filtrará hasta lo más oculto del hombre, de forma que ya solo no viviremos de nuestro propio espíritu, sino del Espíritu del Señor que nos mostrará la intimidad más profunda de Dios.
         Cuando tras muchos siglos de espera el cielo y la tierra se abrazaron en la humanidad de Jesucristo, y este se hizo bautizar, como un hombre cualquiera; y el aliento de Dios lo llevo de pueblo en pueblo evangelizando a los pobres, proclamando la libertad a los cautivos, dando vista a los ciegos, poniendo en libertad a los oprimidos por el pecado y anunciando que el Reino de Dios había llegado (Lc. 4, 18-19). Comenzó la aventura de la Palabra hecha carne, cuyo fin era y es bautizarnos en Espíritu Sato y fuego (Jn. 1, 22-33; Mt. 3, 11; Lc. 3, 16; Hch. 1, 5).
         Pero para que el Espíritu fuera derramado fue preciso que Jesús en la última cena, anunciara al que había de venir a tomar su relevo y que el llamo con una palabra muy particular “Paráclito” (Jn. 14, 16) según la promesa hecha por Jesús (a los Apóstoles), el Espíritu estará y morará en nosotros, y allí, en lo más hondo de nuestro corazón; momento este en el que nos dará un testimonio irrefutable sobre Él y su auténtica identidad. Él nos revestirá de una fuerza poderosa para anunciar a Cristo ante el mundo como Señor y Salvador.
         De este Espíritu, es de donde tenemos que renacer, porque Él es la vida y conduce a la vida. No sabemos como lo hace, pero lo cierto es que lo hace, sin necesidad alguna de medios, ni de ritos, ni de fórmulas, aunque por medio del bautismo sacramental se ha vinculado de una manera muy especial a nuestra existencia, de modo que Espíritu y Bautismo están inseparablemente unidos. Esto nos lleva a que para entender lo que es realmente el Bautismo en el Espíritu, hayamos de profundizar en el Bautismo como sacramento.
         El Bautismo sacramental es una inmersión, el ser sumergidos por la gracia divina, en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Por Él hemos sido lavados, renovados, justificados, santificados y convertidos en hijos de Dios. El hombre viejo, del que nos habla San Pablo, murió en las aguas del diluvio y de ellas brotó la vida nueva en el Bautismo de Jesús en el Jordán. Por tanto, ser bautizados en el Espíritu es “ser sumergidos, inundados de la vida y del poder de Dios”.
         Afortunadamente para los cristianos del siglo XXI, la Renovación Carismática, recupera la noción de Bautismo en el Espíritu. Para darnos cuenta de la importancia que tiene para la Iglesia la recuperación del Bautismo en el Espíritu, hemos de remitirnos al Bautismo de Jesús, momento en el que apareció un nuevo elemento, desconocido hasta ese momento: la presencia del Espíritu Santo, que toma posesión de Jesús, no ya de una forma transitoria, como ocurría con los jueces y profetas dados por Dios a Israel, sino de un modo total y permanente, urgiéndolo para proclamar la llegada del Reino de Dios.
         Y esto sucede después de que el Espíritu Santo haya estado innumerables siglos ausente de la historia del pueblo de Dios; recordemos que vemos al Espíritu de Dios cerniéndose sobre la faz de la tierra al comienzo de la creación, y desapareciendo después de la creación y caída en el pecado de Adán; no volviendo aparecer como tal hasta la anunciación del Arcángel Gabriel a María. Esta ausencia para Israel había sido algo terrible, ya que en el silencio del Espíritu sólo veía el juicio de Dios; y por eso esperaba con ansias el retorno del Espíritu, que Dios volviera a estar en medio de su pueblo. Que fue lo que ocurrió en el Bautismo de Jesús, el Espíritu Santo ausente retornó a la tierra, el tiempo del juicio y de la lejanía de Dios se había acabado. Fue el paso de las promesas a la realidad cumplida, de la carne al Espíritu, de la ley a la gracia, de los profetas al Hijo. Por fin los cielos se habían rasgado, el Espíritu había descendido y el precursor dejaba paso al Mesías.
         La promesa de Jesús a sus discípulos de que el Espíritu Santo nos sería donado fue el gran objetivo que tuvo Cristo Resucitado. Esta no es una promesa más, es la promesa con letras mayúsculas, la promesa de que todos seremos bautizados un día en el Espíritu Santo, la de ser introducidos en la gracia, en la vida, en el amor, la de que todos recibiremos dones y carismas de parte del Espíritu Santo. Esta era finalidad de la venida de Cristo, de su Pasión, Muerte y Resurrección, que seamos bautizados en el Espíritu.
         Y lo vivido el día de Pentecostés por unos aterrorizados Apóstoles, hace realidad esta promesa de Jesús. El día de una de las fiestas más importantes del pueblo judío, cuando los discípulos y las mujeres que los acompañaban se disponían a recitar el Shemá, de repente tras un fuerte ruido, como si de un viento huracanado se tratase vieron aparecer sobre sus cabezas algo parecido a unas lenguas de fuego, al tiempo que los que allí estaban se llenaban de Espíritu Santo.
         Los Apóstoles tuvieron aquel día una experiencia profunda, interna y personal, de la presencia de Jesús en sus corazones. Su vacío se transformó en plenitud, su miedo en valor. La presencia del Espíritu se manifestó en alabanzas y en testimonio de Cristo Resucitado. Era como un fuego que les quemaba en el corazón y abrasaba sus labios. El Espíritu, los llenó de un coraje sin límites, de tal forma que se atrevieron a anunciar lo que parecía increíble: que aquel hombre muerto en la cruz era el Señor del mundo y el Salvador de todos los hombres, el Mesías prometido a Israel desde antiguo.
         Aquel día en Jerusalén, había hombres y mujeres que no sabían lo que había pasado con Jesús unas pocas semanas antes. Muchos otros habían oído hablar de Él, incluso puede que algunos lo hubieran visto colgado de la cruz. Y ahora los Apóstoles, encabezados por Pedro, les decían que ese tal Jesús había vencido a la muerte y estaba vivo. Y desde el cielo, ahora enviaba su Espíritu sobre toda la creación. Y es que la promesa hecha a los discípulos en el cenáculo era una promesa para todo hombre y mujer; para los presentes y para los ausentes, para los de antes y para los de ahora, para los esclavos y para los libres, para los jóvenes y los viejos; para todos sin excepción alguna.
         Las palabras de Pedro golpearon como un martillo a muchos que esperaban al Mesías ardientemente y lo habían crucificado ¿Qué podían hacer ahora, ante tal necedad? San Pedro lo expresó en unas pocas palabras “Convertíos, bautizados en su nombre y recibiréis el Espíritu Santo” (Hch. 2, 37-39). Este era y es el camino primero la conversión, una conversión muy especial, no la de un pecador que se arrepiente y convierte a la gracia, ni la de un gentil que se convierte al Dios verdadero, sino una conversión hacia Jesucristo, muerto y resucitado, Señor y Salvador del mundo; y en segundo lugar el bautismo en su nombre para entrar en intima relación con el y finalmente la promesa de un bautismo en el Espíritu o sea una efusión desbordante de amor, de vida y de gracia.
         Aclarar, una cosa que se me olvido decir antes es curioso que la expresión “Bautismo en el Espíritu” no aparezca literalmente en el Nuevo Testamento, aunque si tiene un equivalente como lo es “ser bautizados en el Espíritu”.
         El efecto más grandioso del Bautismo en el Espíritu fue el nacimiento de la primera comunidad cristiana. Pues lo que en Pentecostés ocurrió no afecto sólo de una individual a los que oyeron la predicación de los Apóstoles, sino que los llevó a formar una comunidad marcada por cuatro características fundamentales, que vemos en el libro de “Los Hechos de los Apóstoles”: “Eran asiduos a la enseñanza de los Apóstoles, al compartir, a la fracción del pan y a las oraciones”. De este modo vivía la primera comunidad cristiana, unidos por una misma fe y un mismo alimento; reunidos por la Palabra y la oración. Teniendo un solo corazón y una sola alma, sin que nadie entre ellos pasara necesidad alguna. Gozando de una gran aceptación entre el pueblo y alabando a Dios, haciendo el Señor que cada día aumentara el número de los que se adherían a la comunidad.
         Esa fue la revolución que se produjo en quienes encontraron a Jesús como Señor y Salvador e hicieron experiencia del Bautismo en el Espíritu; de tal forma que sus vidas cambiaron profundamente, como jamás hubieran podido imaginar.
         Visto esto y sabido lo que ha acontecido en la historia de la Iglesia durante algo más de veinte siglos, vemos la clamorosa necesidad de que esta vuelva a sus orígenes, para llevar a todo el pueblo de Dios al encuentro con Cristo Resucitado y a un bautismo en el Espíritu Santo, tal y como vemos en los Hechos de los Apóstoles, que ocurrió con los discípulos de Jesús.
         El Espíritu Santo, para los Santos Padres de la Iglesia, era el mayor y supremo don que recibimos en el momento de nuestro Bautismo Sacramental. De ahí que erróneamente se atribuyera al Espíritu todos los efectos que emanaban del Sacramento del Bautismo; ya que consideraban que este era semejante al Bautismo de Jesús, al que el Espíritu ungió para proclamar el Reino y curar enfermos.
         Hasta aquí estaría todo bien, pero los Santos Padres tropezaron con un problema cuando en la Iglesia se generaliza el Bautismo sacramental de niños que aún no habían llegado a la edad de uso de razón. La pregunta que se hacían era cómo podían aparecer los carismas del Espíritu Santo en estos niños si aun no habían podido tener un encuentro personal con Jesucristo y reconocerlo como Mesías y Salvador ¿Qué pasaba entonces con estas gracias? De aquí, que percibieran la necesidad de ser Bautizados en el Espíritu; que no es un bautismo diferente u otro bautismo, sino que es otro aspecto de un único sacramento; la parte sacramental vista desde el punto del dador que es Dios y el bautismo en el Espíritu visto desde el lado del receptor, o sea desde nuestro lado.
         Por este motivo, los Santos Padres exhortaron a los bautizados a no pedir sólo la presencia del Espíritu, sino también la manifestación de los más diversos carismas, de modo que el derramamiento o efusión del Espíritu Santo fuera experimentado con una gran alegría.
         Para la teología de nuestros días, los sacramentos no pueden ser solamente descritos por su relación al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, sino que en ellos hay que incluir también al hombre; porque sin nosotros no estamos no hay sacramento. Pues lo sacramentos son el punto de cita y encuentro entre el hombre y Dios, que avanza hacia nosotros con sus manos llenas de gracia y al que nosotros esperamos con nuestra precaria fe. Si el hombre no aparece en esta cita, entonces el gesto realizado en el bautismo sacramental se convierte en un rito vacío de contenido salvífico.
         Vemos aquí, como nosotros no somos unos meros espectadores, pues el sacramento penetra con toda su esencia en nosotros para que nosotros aportemos a esta relación nuestra fe en Jesús como Señor y Salvador. Por este motivo, los sacramentos no pueden ser celebrados donde no hay fe, porque donde no hay fe no puede haber encuentro y donde no hay encuentro no hay nada que celebrar. Si no hiciera falta ningún tipo de disposición espiritual por nuestra parte, si todo ocurriera por cuenta de la gracia de Dios; entonces podríamos dar cualquier sacramento “a toche y moche” sin preparación alguna y ningún tipo de requisito. Pero eso no sería católico sino luteranismo.
         Dado que los sacramentos son la expresión visible de un encuentro personal con Dios, en el que Dios Padre nos abraza en la humanidad del Hijo. Se requiere por parte del hombre, que, en el Bautismo en el Espíritu, entre en acción para que la semilla sembrada en nuestro bautismo no se queda sin dar fruto, sin germinar. He ahí donde esta la necesidad de que todos seamos bautizados en el Espíritu.
El Bautismo en el Espíritu dentro de la Renovación Carismática Católica.
         En la Renovación Carismática se habla indistintamente de Efusión del Espíritu Santo o Bautismo en el Espíritu, como algo propio de la misma, pero sin que esto haya sido un invento de la Renovación, pues la propia Renovación es fruto del Bautismo en el Espíritu, de ahí que sea una característica identitaria de la Renovación, de la que aspira a inundar como un torrente inagotable a toda la Iglesia con una corriente de gracia, que la lleve a ser valientemente evangelizadora. Momento este en el que la Renovación se diluirá en el seno de la Iglesia, sin que su presencia sea percibida, algo así como la presencia del Espíritu está en la Iglesia sin que lo notemos; porque entonces toda la Iglesia con sus movimientos, cofradías, órdenes y congregaciones religiosas, sus sacerdotes, etc. estará inundada por esta corriente de gracia que es la Renovación Carismática.
         Para la Renovación Carismática, el Bautismo en el Espíritu es una experiencia espiritual decisiva, que no puede ser algo opcional el recibirlo o no pues es algo tan necesario para nosotros como el respirar o el comer. Pues se trata de ser sumergidos un mar infinito de amor y de fuego. Todos los que hemos recibido el Bautismo sacramental deberíamos revivir y actualizar lo que los discípulos vivieron en Pentecostés, para sentir como el amor de Dios nos abraza y como la alegría de sabernos amados sin límites hace que la necesidad de contarlo y comunicarlo nos arda en el corazón.
         Vemos aquí que el Bautismo en el Espíritu, es la actualización del milagro de Pentecostés en cada uno de los bautizados; haciendo que todo lo que fue depositado crezca, se desarrolle y se manifieste en nuestra vida. El Bautismo en el Espíritu es el momento de abrirse por entero a la acción del Espíritu para ser auténticamente discípulo de Jesucristo.
Cómo se Prepara
         Lo más habitual suele ser que el Bautismo en el Espíritu se “celebre” en comunidad (mas que celebrar, es pedir que el Espíritu Santo venga sobre nosotros con todos sus dones y carismas); en la mayoría de las ocasiones va precedido de una preparación más o menos intensa. En la Renovación Carismática se invita antes de celebrar la Efusión del Espíritu Santo, para disponer el corazón de las personas a tener un encuentro personal con Cristo Resucitado, a asistir a las enseñanzas de un Seminario de Vida en el Espíritu, también conocido como “Las Siete Semanas del Espíritu”. De hecho, en muchos grupos de oración el Bautismo en el Espíritu se considera como la entrada oficial en la Renovación Carismática.
         La necesidad de hacer un Seminario de Vida en el Espíritu para recibir la Efusión del Espíritu Santo fue algo que percibieron intensamente aquel grupo de profesores de la Universidad de Duquesne tras leer el libro “La Cruz y el puñal”, pidieron durante un retiro de fin de semana que el Espíritu despertara en ellos sus más diversos dones y carismas. Para que en los bautizados realice la transformación que se operó en los Apóstoles con las apariciones del Resucitado y los preparara para que el Espíritu Santo descendiera sobre ello Enel día de Pentecostés. El Seminario de Vida en el Espíritu pretende ayudarnos a iniciar una relación más profunda con Jesús en el poder del Espíritu.
         El Seminario de Vida, es el tiempo para proclamar el Kerigma y propiciar que las personas se abran a la acción del Espíritu Santo en ellas. Dado esta característica del Seminario de Vida en el Espíritu debe ser impartido por personas que ya hayan tenido con anterioridad la experiencia del Bautismo en el Espíritu y haber experimentado la vida nueva que de ello se deriva.
Cómo se Recibe el Bautismo en el Espíritu
         La única condición para ser Bautizado en el Espíritu es tener el ardiente deseo que Jesús sea el Señor de tu vida. No es una cuestión de sentimientos sino de fe en Cristo Resucitado, en el poder de su palabra y en la fidelidad al Evangelio y a su persona.
         Par recibir el Bautismo en el Espíritu debería hacerse previamente una oración de petición de perdón y sanación interior acompañada de una buena confesión que restaure la relación con el Señor, y un ofrecimiento de perdón a todos los que nos hayan hecho algún mal. La oración por el Bautismo en el Espíritu también ha de ir acompañada de una enseñanza que suscite en quien la oye el deseo de aceptar a Jesús como Señor y Salvador; y rendirse al Espíritu.
         En la ceremonia, los que van a recibir la Efusión del Espíritu se sitúan en círculo y se les invita a rendir su vida a Jesús y abrirse a todas las gracias del Espíritu Santo. Esta oración normalmente irá acompañada por una imposición de manos. Este es el momento de rendirse al Señor, sin importar lo que haya pasado antes. Lo único que importa ahora es la entrega voluntaria a Jesús, el reconocerle como Señor y Salvador. Es el momento del susurro del Espíritu.
         La oración puede prolongarse por unos minutos durante los cuales se puede leer algún pasaje de las Sagradas Escrituras o cantar en lenguas, eso sí, lo que no puede dejarse de hacer en ningún momento es de alabar a Dios. Al final de la oración puede hacerse también un momento de adoración. A mi personalmente me gusta realizar el Bautismo en el Espíritu en el contexto de una adoración eucarística donde prime la alabanza al Rey de reyes.
Esto es:
         El Bautismo en el Espíritu, ha sido descrito por alguno de los que lo han experimentado como “una experiencia de amor de Dios, que es derramado en el corazón del hombre, llevándonos a una vida transformada bajo el señorío de Jesucristo en el poder del Espíritu Santo”. Y es, que de verdad se trata de una inmersión en el amor del Padre, en la vida de Cristo resucitado, en la gracia y el poder del Espíritu Santo. Lo que inexorablemente nos lleva, si nos hemos abierto realmente a la presencia del Espíritu Santo en nosotros, a un cambio radical de nuestro modo de vivir, a tener una vida en plenitud, que sólo Dios sabe a donde puede llevarnos y que frutos puede dar.
         La Renovación Carismática ha sido suscitada por el Espíritu Santo para extender a toda la Iglesia la experiencia de Pentecostés en nuestros días, en nuestro tiempo, en nuestros ambientes, en nuestros hogares. Por lo que los hombres y mujeres renovados por esta efusión de gracia y amor deberían de convertirse en los “apóstoles del Bautismo en el Espíritu”. Y es, la Renovación el medio elegido por Dios para que la vida de millones de hombres y mujeres de todas las Iglesias cristianas sea renovada por el impulso del Espíritu, y al experimentar el profundo cambio, que supone dejar libre al Espíritu de Dios en nosotros descubran en ellos mismos la valentía que vivieron los Apóstoles el día de Pentecostés para proclamar que Cristo está vivo.
         Nada mas que por este impulso misionero y evangelizador que suscita la presencia del Espíritu en nosotros, ningún bautizado sacramentalmente debería de quedarse sin experimentar en carne propia los efectos del Bautismo en el Espíritu. Cristo antes de ascender de nuevo a los cielos nos mandó que fuéramos por el mundo haciendo discípulos, bautizando y enseñando lo mismo que Él nos ha enseñado a nosotros; nada más que por este motivo, nadie se debería de quedar sin la corriente de gracia que supone la presencia del Espíritu Santo en la vida de las personas. No se trata de que todo el mundo forme parte de algún grupo de la Renovación Carismática, sino de que todos seamos renovados y podamos vivir una vida nueva en gratuidad y alabanza, llevada por los dones y carismas del Espíritu Santa, sea cual sea el lugar de la Iglesia donde estemos situados.
         El mensaje de la Renovación Carismática no es pura teoría o buenismo para hacer algo por los demás; sino que es la realidad más asombrosa que puede vivir un ser humano. Lo sucedido en el Cenáculo el día de Pentecostés puede volver a suceder hoy, aquí en esta Iglesia. Lo que vivieron los Apóstoles, de hecho, sigue sucediendo y somos nosotros los que estamos llamados a vivirlo, porque la promesa de Jesús no estuvo limitada sólo a sus discípulos, sino que fue dirigida a todos los que a lo largo de la Historia de la Salvación creyéramos en Él. Esto lo que el Espíritu Santo ha querido evidenciar en nuestros días por medio de esta corriente de gracia que es la Renovación Carismática.

Fuentes:
-         David Vilkerson. “La Cruz y el puñal”. Editorial Vida. 2004.
-         Vicente Borragán Mata. “La Renovación Carismática. Una experiencia de gratuidad”. Editorial San Pablo. 2016.
-         Biblia de Jerusalén.
-         Esquemas de Seminarios de Vida en el Espíritu de Chus Villaroel, Koinonía y Belga.  

sábado, 26 de mayo de 2018


DOMINGO DE LA SANTISIMA TRINIDAD. AÑO 2018. CICLO B
                   Hoy la liturgia de la Iglesia nos invita a contemplar el misterio de la Santísima Trinidad de Dios, que es un mismo tiempo Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un solo Dios en tres personas diferentes de una sola naturaleza, esto qué significa; pues esto es que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo a pesar de ser tres personas distintas no son tres dioses diferentes, sino que ellos tres son un solo Dios y en cada uno de ellos “por separado” esta presente toda la naturaleza divina, lo que les da una misma dignidad a las tres divinas personas. En nombre de las cuales nosotros hemos sido bautizados y llamados a la santidad.
         Y por la gracia de este Bautismo estamos llamados a tener parte en la vida de la Santísima Trinidad, ya en esta vida, en la oscuridad de la fe y después de la muerte, en la vida de eterna de la que disfrutan los Bienaventurados. Por el sacramento del Bautismo, somos hechos participes de la vida divina, llegando a ser hijos de Dios Padre, hermanos de Jesucristo y templos del Espíritu Santo. En el Bautismo es donde comienza nuestra vida cristiana y es donde también recibimos la llamada (vocación) a la santidad. Y es que el Bautismo nos hace pertenecer a Aquel que por excelencia es Santo, el tres veces santo.
         El don de la santidad que todos hemos recibido en el Bautismo exige de nosotros la fidelidad a la tarea de lograr para nosotros una auténtica conversión evangélica, que dirija toda la vida de los hijos de Dios. Este ha de ser un compromiso que ha de afectarnos a los que nos decimos cristianos y queremos que Cristo sea el centro de nuestras vidas, sea cual sea el lugar y el puesto que ocupamos en la sociedad.
         Si vivimos nuestro Bautismo como una verdadera llamada a participar de la santidad de Dios, no podemos conformarnos con una vida cristiana mediocre, rutinaria y superficial. Estamos llamados a la perfección en el amor, ya que el Bautismo nos ha introducido en la vida y en la intimidad con la Trinidad.
         Esta llamada a la santidad en amistad con la Trinidad de Dios, que todos hemos recibido, es lo que el Papa Francisco quiere que recordemos con la Exhortación “Gaudete et Exultate”, para que nos demos cuenta de que a pesar de las dificultades que presenta el ser cristiano en el mundo actual, la santidad es un ideal de vida que a poco que nos esforcemos está al alcance de nuestra mano.

jueves, 19 de abril de 2018


IV DOMINGO DE PASCUA. CICLO B. AÑO 2018
         Queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy el Domingo del Buen Pastor, con el recuerdo aun grabado en nuestras retinas, de cómo Cristo ha dado la vida por nosotros, sus ovejas, para salvarnos del pecado y de la muerte.
         No podemos quedarnos con una visión reduccionista del plan de salvación establecido por Dios y realizado por Cristo, pues como hemos escuchado en el Evangelio de hoy, de boca del propio Jesús, Él tiene “otras ovejas” que no son de este redil y que “también a esas” las tiene que atraer hacia Él; asegurándonos que escucharan su voz y entre ellas y nosotros formaremos un solo rebaño, que es la Iglesia que tiene un solo pastor, que es Cristo.
         La Iglesia por medio de todos y cada uno de los carismas que el Espíritu Santo ha suscitado en ella, hace presente en el mundo a Cristo Buen Pastor. Y lo hace de una forma y modo especiales a través del sacramento del Orden Sacerdotal, que hace presente a Cristo mismo en medio de su Iglesia en la celebración de los sacramentos, al actuar el sacerdote como “in persona Christi” o sea en la persona de Cristo.
         Pero para que esto sea posible hemos de darnos cuenta de varias cosas. La primera es, como nos ha dicho hoy la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, es que fuera de Jesucristo, al que muchos a lo largo de la historia y no sólo en los tiempos apostólicos, han desechado como una falsedad; no hay salvación. Pero es mas Cristo se ha convertido en la piedra angular de la vida de cientos de millones de personas a lo largo y ancho de todo el mundo. Tal y como he aclamado en el salmo de hoy.
         Otra cosa es, que para qué Cristo llegue a ser la piedra angular sobre la que se asiente la vida y las esperanzas de quienes lo han descubierto. Los que ya estamos bajo el cuidado de Cristo buen pastor, hemos de dar testimonio adecuado de Él, de como nos ha dado la vida de verdad, mientras que aquellos que nos prometían la salvación y la solución de todos nuestros problemas, se han esfumado tal y como el humo desaparece al mezclarse con el aire, como si nunca hubieran existido. Bien lo hemos oído en el Evangelio de hoy “el asalariado…cuando ve venir al lobo huye”. Cuantas veces no te han dicho que siempre y bajo cualquier circunstancia iban a estar siempre contigo; y a la primera de cambio, cuando han percibido algún peligro o lo que es peor cuando tu amistad los ha sacado de su comodidad, han desaparecido. Mientras que Cristo, del que muchos dicen que es una invención de la Iglesia, lo encontramos físicamente siempre que le necesitamos en el Sagrario y su Espíritu nos acompaña a cada paso que damos.
         Este es el amor al que San Juan se refiere en la segunda lectura de hoy, en el que se manifiesta que Dios en su Hijo nos ha elegido para ser también nosotros sus hijos, miembros de su Iglesia, nuevo pueblo de Israel.
         Cuando Jesús en el Evangelio de hoy, dice que tiene “otras ovejas que nos son de este redil, también a esas las tengo que atraer hacia mí”, está hablando de la misión que tiene la Iglesia, encabezada por los sacerdotes, de salir al mundo, de romper las fronteras de las parroquias, parar que la misericordia de Dios, llegue a los que no vienen nunca a la Iglesia y al sentirse perdonados, misericordiados por un amor hasta entonces desconocido para ellos, que eso es escuchar la voz de Cristo buen pastor, se decida por seguir su llamada a ser sus discípulos, para entre todos formar un solo rebaño.
         Esta palabra con la que hoy hemos sido bendecidos, hace del día de hoy una ocasión especial para pedir con más intensidad al Señor que de a su Iglesia vocaciones misioneras y evangelizadoras, y en especial sacerdotes y consagrad@s, para que nuestras parroquias lleguen a ser esa Iglesia que vive entre las casas de la gente, como pide el Papa Francisco en “Evangelii Gaudium”.

A propósito de la fiesta de la Ascensión del Señor.....

Queridos hermanos y hermanas, la celebración de la Ascensión del Señor, marca la recta final del tiempo de Pascua, en el que de un modo espe...