“EL BAUTISMO EN EL ESPÍRITU
SANTO”
(Enseñanza
impartida en la Efusión del Espíritu, al Grupo de Oración y Alabanza de la
Parroquia de San Francisco Javier de Cartagena, como final de su primer
Seminario de Vida en el Espíritu, el día 20 de mayo de 2018, Domingo de Pentecostés)
El pueblo de Israel, que aún vive bajo
la Antigua Alianza, celebra años tras año, cincuenta días después de la Pascua,
la Alianza del Sinaí, escrita en las tablas de piedra que Dios entregó a Moisés
y Alianza por la que Israel dejó de ser un pueblo cualquiera para convertirse
en nación, en el pueblo de Dios.
Y en la celebración de este día en el
año 33 de nuestro calendario, al amanecer, cuando los discípulos de Jesús,
acompañados de algunas mujeres que habían acompañado a Jesús durante su vida
pública, se disponían a entonar el “Shemá”, fue el momento elegido por Dios
para que el Espíritu Santo, el Paráclito, viniera sobre aquel aterrorizado
grupo de hombres y mujeres, naciendo de este modo la Iglesia.
Pero sucede que a pesar de que el
Espíritu Santo esta tan intrínsecamente ligado al nacimiento de la Iglesia,
como lo pueden estará a nuestro nacimiento nuestra madre; para una infinita
mayoría de bautizados es un gran desconocido. Y si el Espíritu Santo es un
desconocido, sino sabemos quién es, ni lo que hace, ni como se manifiesta.
Entonces ¿cómo vamos a desear que venga sobre nosotros? ¿Cómo vamos a anhelar
fervientemente ser renovados por su fuego? Para conocerlo hay que rastrear su
presencia y su acción en la vida del pueblo de Dios, en la Iglesia.
El Espíritu Santo es de las tres
personas de la Trinidad de Dios la más celosa de su intimidad. De hecho, en la
Sagrada Escritura no se menciona nunca su identidad; y cuando se habla de Él se
hace siempre en referencia a Dios Padre o al Hijo, cuando no a ambos juntos. El
Espíritu Santo es alguien que nunca se ha revelado en primera persona, nunca ha
dado la cara directamente, ni ha salido al encuentro de los hombres, como si lo
han hecho el Padre en la Teofanía de Mambre o el Hijo con su encarnación. Unos
lo representan como una lengua de fuego, otros como una paloma o un rayo de luz
que atraviesa el corazón de las personas; pero lo cierto es que nadie lo ha
visto jamás.
De lo poco que sabemos de Él, es que va
y viene, entra y sale, sube y baja, agita y vivifica; se oye su voz,
reconocemos su paso por la vida de los hombres, y sabemos que ha estado aquí o
allí, porque a su paso surge la vida, las cosas son renovadas, lo torcido es
enderezado, lo enfermo es sanado, lo oculto es hecho público. Lo que único es
que no hay forma de seguir o perseguir al Espíritu Santo, porque va y viene
libremente, sin sujeción alguna.
Este es el Dios sin rostro, que hemos
relegado al olvido, es el amor derramado del Padre y manifestado en el Hijo que
desciende sobre la creación entera y habita en nuestra alma, haciéndonos
participar de la vida divina, algo parecido a la relación que el hombre
mantenía con Dios cuando fue creado y que se perdió por el Pecado Original. De
este modo el Espíritu Santo se convierte en la fuerza que mueve la historia y
el impulso que la alienta. Su imagen no es algo que nos entra por los ojos,
sino que es una fuerza, una energía que invade todo nuestro ser. Así es como la
acción del Espíritu Santo irrumpe de un modo muy especial en la historia del
hombre transformándola por completo. Este es el mismo que saco a Israel de la esclavitud
de Egipto, lo llevo en alas de águila por el desierto. Es quien hizo con Israel
una alianza de amor y sangre en el Sinaí y le dio en posesión la Tierra
Prometida.
De este mismo modo, algún día Dios
avanzara sobre la tierra sembrando un mundo nuevo, transformándolo todo con su
sola presencia y misericordia. Su llegada estará precedida de una formidable
Efusión de Espíritu Santo sobre todo ser viviente, que se filtrará hasta lo más
oculto del hombre, de forma que ya solo no viviremos de nuestro propio
espíritu, sino del Espíritu del Señor que nos mostrará la intimidad más
profunda de Dios.
Cuando tras muchos siglos de espera el
cielo y la tierra se abrazaron en la humanidad de Jesucristo, y este se hizo
bautizar, como un hombre cualquiera; y el aliento de Dios lo llevo de pueblo en
pueblo evangelizando a los pobres, proclamando la libertad a los cautivos,
dando vista a los ciegos, poniendo en libertad a los oprimidos por el pecado y
anunciando que el Reino de Dios había llegado (Lc. 4, 18-19). Comenzó la
aventura de la Palabra hecha carne, cuyo fin era y es bautizarnos en Espíritu
Sato y fuego (Jn. 1, 22-33; Mt. 3, 11; Lc. 3, 16; Hch. 1, 5).
Pero para que el Espíritu fuera
derramado fue preciso que Jesús en la última cena, anunciara al que había de
venir a tomar su relevo y que el llamo con una palabra muy particular “Paráclito”
(Jn. 14, 16) según la promesa hecha por Jesús (a los Apóstoles), el Espíritu
estará y morará en nosotros, y allí, en lo más hondo de nuestro corazón;
momento este en el que nos dará un testimonio irrefutable sobre Él y su
auténtica identidad. Él nos revestirá de una fuerza poderosa para anunciar a
Cristo ante el mundo como Señor y Salvador.
De este Espíritu, es de donde tenemos
que renacer, porque Él es la vida y conduce a la vida. No sabemos como lo hace,
pero lo cierto es que lo hace, sin necesidad alguna de medios, ni de ritos, ni
de fórmulas, aunque por medio del bautismo sacramental se ha vinculado de una
manera muy especial a nuestra existencia, de modo que Espíritu y Bautismo están
inseparablemente unidos. Esto nos lleva a que para entender lo que es realmente
el Bautismo en el Espíritu, hayamos de profundizar en el Bautismo como
sacramento.
El Bautismo sacramental es una
inmersión, el ser sumergidos por la gracia divina, en la victoria de Cristo
sobre el pecado y la muerte. Por Él hemos sido lavados, renovados,
justificados, santificados y convertidos en hijos de Dios. El hombre viejo, del
que nos habla San Pablo, murió en las aguas del diluvio y de ellas brotó la
vida nueva en el Bautismo de Jesús en el Jordán. Por tanto, ser bautizados en
el Espíritu es “ser sumergidos, inundados de la vida y del poder de Dios”.
Afortunadamente para los cristianos del
siglo XXI, la Renovación Carismática, recupera la noción de Bautismo en el
Espíritu. Para darnos cuenta de la importancia que tiene para la Iglesia la
recuperación del Bautismo en el Espíritu, hemos de remitirnos al Bautismo de
Jesús, momento en el que apareció un nuevo elemento, desconocido hasta ese
momento: la presencia del Espíritu Santo, que toma posesión de Jesús, no ya de
una forma transitoria, como ocurría con los jueces y profetas dados por Dios a
Israel, sino de un modo total y permanente, urgiéndolo para proclamar la
llegada del Reino de Dios.
Y esto sucede después de que el
Espíritu Santo haya estado innumerables siglos ausente de la historia del
pueblo de Dios; recordemos que vemos al Espíritu de Dios cerniéndose sobre la
faz de la tierra al comienzo de la creación, y desapareciendo después de la
creación y caída en el pecado de Adán; no volviendo aparecer como tal hasta la
anunciación del Arcángel Gabriel a María. Esta ausencia para Israel había sido
algo terrible, ya que en el silencio del Espíritu sólo veía el juicio de Dios;
y por eso esperaba con ansias el retorno del Espíritu, que Dios volviera a
estar en medio de su pueblo. Que fue lo que ocurrió en el Bautismo de Jesús, el
Espíritu Santo ausente retornó a la tierra, el tiempo del juicio y de la
lejanía de Dios se había acabado. Fue el paso de las promesas a la realidad
cumplida, de la carne al Espíritu, de la ley a la gracia, de los profetas al
Hijo. Por fin los cielos se habían rasgado, el Espíritu había descendido y el
precursor dejaba paso al Mesías.
La promesa de Jesús a sus discípulos de
que el Espíritu Santo nos sería donado fue el gran objetivo que tuvo Cristo
Resucitado. Esta no es una promesa más, es la promesa con letras mayúsculas, la
promesa de que todos seremos bautizados un día en el Espíritu Santo, la de ser
introducidos en la gracia, en la vida, en el amor, la de que todos recibiremos
dones y carismas de parte del Espíritu Santo. Esta era finalidad de la venida
de Cristo, de su Pasión, Muerte y Resurrección, que seamos bautizados en el
Espíritu.
Y lo vivido el día de Pentecostés por
unos aterrorizados Apóstoles, hace realidad esta promesa de Jesús. El día de
una de las fiestas más importantes del pueblo judío, cuando los discípulos y
las mujeres que los acompañaban se disponían a recitar el Shemá, de repente
tras un fuerte ruido, como si de un viento huracanado se tratase vieron
aparecer sobre sus cabezas algo parecido a unas lenguas de fuego, al tiempo que
los que allí estaban se llenaban de Espíritu Santo.
Los Apóstoles tuvieron aquel día una
experiencia profunda, interna y personal, de la presencia de Jesús en sus
corazones. Su vacío se transformó en plenitud, su miedo en valor. La presencia
del Espíritu se manifestó en alabanzas y en testimonio de Cristo Resucitado.
Era como un fuego que les quemaba en el corazón y abrasaba sus labios. El
Espíritu, los llenó de un coraje sin límites, de tal forma que se atrevieron a
anunciar lo que parecía increíble: que aquel hombre muerto en la cruz era el
Señor del mundo y el Salvador de todos los hombres, el Mesías prometido a
Israel desde antiguo.
Aquel día en Jerusalén, había hombres y
mujeres que no sabían lo que había pasado con Jesús unas pocas semanas antes.
Muchos otros habían oído hablar de Él, incluso puede que algunos lo hubieran
visto colgado de la cruz. Y ahora los Apóstoles, encabezados por Pedro, les
decían que ese tal Jesús había vencido a la muerte y estaba vivo. Y desde el
cielo, ahora enviaba su Espíritu sobre toda la creación. Y es que la promesa
hecha a los discípulos en el cenáculo era una promesa para todo hombre y mujer;
para los presentes y para los ausentes, para los de antes y para los de ahora,
para los esclavos y para los libres, para los jóvenes y los viejos; para todos
sin excepción alguna.
Las palabras de Pedro golpearon como un
martillo a muchos que esperaban al Mesías ardientemente y lo habían crucificado
¿Qué podían hacer ahora, ante tal necedad? San Pedro lo expresó en unas pocas
palabras “Convertíos, bautizados en su nombre y recibiréis el Espíritu Santo”
(Hch. 2, 37-39). Este era y es el camino primero la conversión, una conversión
muy especial, no la de un pecador que se arrepiente y convierte a la gracia, ni
la de un gentil que se convierte al Dios verdadero, sino una conversión hacia
Jesucristo, muerto y resucitado, Señor y Salvador del mundo; y en segundo lugar
el bautismo en su nombre para entrar en intima relación con el y finalmente la
promesa de un bautismo en el Espíritu o sea una efusión desbordante de amor, de
vida y de gracia.
Aclarar, una cosa que se me olvido
decir antes es curioso que la expresión “Bautismo en el Espíritu” no aparezca
literalmente en el Nuevo Testamento, aunque si tiene un equivalente como lo es
“ser bautizados en el Espíritu”.
El efecto más grandioso del Bautismo en
el Espíritu fue el nacimiento de la primera comunidad cristiana. Pues lo que en
Pentecostés ocurrió no afecto sólo de una individual a los que oyeron la
predicación de los Apóstoles, sino que los llevó a formar una comunidad marcada
por cuatro características fundamentales, que vemos en el libro de “Los Hechos
de los Apóstoles”: “Eran asiduos a la enseñanza de los Apóstoles, al compartir,
a la fracción del pan y a las oraciones”. De este modo vivía la primera
comunidad cristiana, unidos por una misma fe y un mismo alimento; reunidos por
la Palabra y la oración. Teniendo un solo corazón y una sola alma, sin que
nadie entre ellos pasara necesidad alguna. Gozando de una gran aceptación entre
el pueblo y alabando a Dios, haciendo el Señor que cada día aumentara el número
de los que se adherían a la comunidad.
Esa fue la revolución que se produjo en
quienes encontraron a Jesús como Señor y Salvador e hicieron experiencia del
Bautismo en el Espíritu; de tal forma que sus vidas cambiaron profundamente,
como jamás hubieran podido imaginar.
Visto esto y sabido lo que ha
acontecido en la historia de la Iglesia durante algo más de veinte siglos,
vemos la clamorosa necesidad de que esta vuelva a sus orígenes, para llevar a
todo el pueblo de Dios al encuentro con Cristo Resucitado y a un bautismo en el
Espíritu Santo, tal y como vemos en los Hechos de los Apóstoles, que ocurrió
con los discípulos de Jesús.
El Espíritu Santo, para los Santos
Padres de la Iglesia, era el mayor y supremo don que recibimos en el momento de
nuestro Bautismo Sacramental. De ahí que erróneamente se atribuyera al Espíritu
todos los efectos que emanaban del Sacramento del Bautismo; ya que consideraban
que este era semejante al Bautismo de Jesús, al que el Espíritu ungió para
proclamar el Reino y curar enfermos.
Hasta aquí estaría todo bien, pero los
Santos Padres tropezaron con un problema cuando en la Iglesia se generaliza el
Bautismo sacramental de niños que aún no habían llegado a la edad de uso de razón.
La pregunta que se hacían era cómo podían aparecer los carismas del Espíritu
Santo en estos niños si aun no habían podido tener un encuentro personal con
Jesucristo y reconocerlo como Mesías y Salvador ¿Qué pasaba entonces con estas
gracias? De aquí, que percibieran la necesidad de ser Bautizados en el
Espíritu; que no es un bautismo diferente u otro bautismo, sino que es otro
aspecto de un único sacramento; la parte sacramental vista desde el punto del
dador que es Dios y el bautismo en el Espíritu visto desde el lado del
receptor, o sea desde nuestro lado.
Por este motivo, los Santos Padres exhortaron
a los bautizados a no pedir sólo la presencia del Espíritu, sino también la
manifestación de los más diversos carismas, de modo que el derramamiento o
efusión del Espíritu Santo fuera experimentado con una gran alegría.
Para la teología de nuestros días, los
sacramentos no pueden ser solamente descritos por su relación al Padre, al Hijo
y al Espíritu Santo, sino que en ellos hay que incluir también al hombre;
porque sin nosotros no estamos no hay sacramento. Pues lo sacramentos son el
punto de cita y encuentro entre el hombre y Dios, que avanza hacia nosotros con
sus manos llenas de gracia y al que nosotros esperamos con nuestra precaria fe.
Si el hombre no aparece en esta cita, entonces el gesto realizado en el
bautismo sacramental se convierte en un rito vacío de contenido salvífico.
Vemos aquí, como nosotros no somos unos
meros espectadores, pues el sacramento penetra con toda su esencia en nosotros
para que nosotros aportemos a esta relación nuestra fe en Jesús como Señor y
Salvador. Por este motivo, los sacramentos no pueden ser celebrados donde no
hay fe, porque donde no hay fe no puede haber encuentro y donde no hay
encuentro no hay nada que celebrar. Si no hiciera falta ningún tipo de
disposición espiritual por nuestra parte, si todo ocurriera por cuenta de la gracia
de Dios; entonces podríamos dar cualquier sacramento “a toche y moche” sin
preparación alguna y ningún tipo de requisito. Pero eso no sería católico sino
luteranismo.
Dado que los sacramentos son la
expresión visible de un encuentro personal con Dios, en el que Dios Padre nos abraza
en la humanidad del Hijo. Se requiere por parte del hombre, que, en el Bautismo
en el Espíritu, entre en acción para que la semilla sembrada en nuestro bautismo
no se queda sin dar fruto, sin germinar. He ahí donde esta la necesidad de que
todos seamos bautizados en el Espíritu.
El Bautismo en el Espíritu
dentro de la Renovación Carismática Católica.
En la Renovación Carismática se habla
indistintamente de Efusión del Espíritu Santo o Bautismo en el Espíritu, como
algo propio de la misma, pero sin que esto haya sido un invento de la
Renovación, pues la propia Renovación es fruto del Bautismo en el Espíritu, de
ahí que sea una característica identitaria de la Renovación, de la que aspira a
inundar como un torrente inagotable a toda la Iglesia con una corriente de
gracia, que la lleve a ser valientemente evangelizadora. Momento este en el que
la Renovación se diluirá en el seno de la Iglesia, sin que su presencia sea
percibida, algo así como la presencia del Espíritu está en la Iglesia sin que
lo notemos; porque entonces toda la Iglesia con sus movimientos, cofradías, órdenes
y congregaciones religiosas, sus sacerdotes, etc. estará inundada por esta
corriente de gracia que es la Renovación Carismática.
Para la Renovación Carismática, el
Bautismo en el Espíritu es una experiencia espiritual decisiva, que no puede
ser algo opcional el recibirlo o no pues es algo tan necesario para nosotros
como el respirar o el comer. Pues se trata de ser sumergidos un mar infinito de
amor y de fuego. Todos los que hemos recibido el Bautismo sacramental
deberíamos revivir y actualizar lo que los discípulos vivieron en Pentecostés, para
sentir como el amor de Dios nos abraza y como la alegría de sabernos amados sin
límites hace que la necesidad de contarlo y comunicarlo nos arda en el corazón.
Vemos aquí que el Bautismo en el
Espíritu, es la actualización del milagro de Pentecostés en cada uno de los
bautizados; haciendo que todo lo que fue depositado crezca, se desarrolle y se
manifieste en nuestra vida. El Bautismo en el Espíritu es el momento de abrirse
por entero a la acción del Espíritu para ser auténticamente discípulo de Jesucristo.
Cómo se Prepara
Lo más habitual suele
ser que el Bautismo en el Espíritu se “celebre” en comunidad (mas que celebrar,
es pedir que el Espíritu Santo venga sobre nosotros con todos sus dones y carismas);
en la mayoría de las ocasiones va precedido de una preparación más o menos
intensa. En la Renovación Carismática se invita antes de celebrar la Efusión
del Espíritu Santo, para disponer el corazón de las personas a tener un
encuentro personal con Cristo Resucitado, a asistir a las enseñanzas de un
Seminario de Vida en el Espíritu, también conocido como “Las Siete Semanas del Espíritu”.
De hecho, en muchos grupos de oración el Bautismo en el Espíritu se considera
como la entrada oficial en la Renovación Carismática.
La necesidad de hacer un Seminario de Vida
en el Espíritu para recibir la Efusión del Espíritu Santo fue algo que
percibieron intensamente aquel grupo de profesores de la Universidad de
Duquesne tras leer el libro “La Cruz y el puñal”, pidieron durante un retiro de
fin de semana que el Espíritu despertara en ellos sus más diversos dones y
carismas. Para que en los bautizados realice la transformación que se operó en
los Apóstoles con las apariciones del Resucitado y los preparara para que el
Espíritu Santo descendiera sobre ello Enel día de Pentecostés. El Seminario de
Vida en el Espíritu pretende ayudarnos a iniciar una relación más profunda con
Jesús en el poder del Espíritu.
El Seminario de Vida, es el tiempo para
proclamar el Kerigma y propiciar que las personas se abran a la acción del Espíritu
Santo en ellas. Dado esta característica del Seminario de Vida en el Espíritu
debe ser impartido por personas que ya hayan tenido con anterioridad la
experiencia del Bautismo en el Espíritu y haber experimentado la vida nueva que
de ello se deriva.
Cómo se Recibe el Bautismo
en el Espíritu
La única condición para ser Bautizado
en el Espíritu es tener el ardiente deseo que Jesús sea el Señor de tu vida. No
es una cuestión de sentimientos sino de fe en Cristo Resucitado, en el poder de
su palabra y en la fidelidad al Evangelio y a su persona.
Par recibir el Bautismo en el Espíritu
debería hacerse previamente una oración de petición de perdón y sanación interior
acompañada de una buena confesión que restaure la relación con el Señor, y un ofrecimiento
de perdón a todos los que nos hayan hecho algún mal. La oración por el Bautismo
en el Espíritu también ha de ir acompañada de una enseñanza que suscite en
quien la oye el deseo de aceptar a Jesús como Señor y Salvador; y rendirse al
Espíritu.
En la ceremonia, los que van a recibir
la Efusión del Espíritu se sitúan en círculo y se les invita a rendir su vida a
Jesús y abrirse a todas las gracias del Espíritu Santo. Esta oración normalmente
irá acompañada por una imposición de manos. Este es el momento de rendirse al Señor,
sin importar lo que haya pasado antes. Lo único que importa ahora es la entrega
voluntaria a Jesús, el reconocerle como Señor y Salvador. Es el momento del
susurro del Espíritu.
La oración puede prolongarse por unos minutos
durante los cuales se puede leer algún pasaje de las Sagradas Escrituras o
cantar en lenguas, eso sí, lo que no puede dejarse de hacer en ningún momento es
de alabar a Dios. Al final de la oración puede hacerse también un momento de
adoración. A mi personalmente me gusta realizar el Bautismo en el Espíritu en
el contexto de una adoración eucarística donde prime la alabanza al Rey de
reyes.
Esto es:
El Bautismo en el Espíritu, ha sido
descrito por alguno de los que lo han experimentado como “una experiencia de
amor de Dios, que es derramado en el corazón del hombre, llevándonos a una vida
transformada bajo el señorío de Jesucristo en el poder del Espíritu Santo”. Y
es, que de verdad se trata de una inmersión en el amor del Padre, en la vida de
Cristo resucitado, en la gracia y el poder del Espíritu Santo. Lo que inexorablemente
nos lleva, si nos hemos abierto realmente a la presencia del Espíritu Santo en
nosotros, a un cambio radical de nuestro modo de vivir, a tener una vida en
plenitud, que sólo Dios sabe a donde puede llevarnos y que frutos puede dar.
La Renovación Carismática ha sido
suscitada por el Espíritu Santo para extender a toda la Iglesia la experiencia
de Pentecostés en nuestros días, en nuestro tiempo, en nuestros ambientes, en
nuestros hogares. Por lo que los hombres y mujeres renovados por esta efusión
de gracia y amor deberían de convertirse en los “apóstoles del Bautismo en el
Espíritu”. Y es, la Renovación el medio elegido por Dios para que la vida de millones
de hombres y mujeres de todas las Iglesias cristianas sea renovada por el
impulso del Espíritu, y al experimentar el profundo cambio, que supone dejar
libre al Espíritu de Dios en nosotros descubran en ellos mismos la valentía que
vivieron los Apóstoles el día de Pentecostés para proclamar que Cristo está vivo.
Nada mas que por este impulso misionero
y evangelizador que suscita la presencia del Espíritu en nosotros, ningún bautizado
sacramentalmente debería de quedarse sin experimentar en carne propia los efectos
del Bautismo en el Espíritu. Cristo antes de ascender de nuevo a los cielos nos
mandó que fuéramos por el mundo haciendo discípulos, bautizando y enseñando lo
mismo que Él nos ha enseñado a nosotros; nada más que por este motivo, nadie se
debería de quedar sin la corriente de gracia que supone la presencia del
Espíritu Santo en la vida de las personas. No se trata de que todo el mundo
forme parte de algún grupo de la Renovación Carismática, sino de que todos
seamos renovados y podamos vivir una vida nueva en gratuidad y alabanza,
llevada por los dones y carismas del Espíritu Santa, sea cual sea el lugar de
la Iglesia donde estemos situados.
El mensaje de la Renovación Carismática
no es pura teoría o buenismo para hacer algo por los demás; sino que es la
realidad más asombrosa que puede vivir un ser humano. Lo sucedido en el Cenáculo
el día de Pentecostés puede volver a suceder hoy, aquí en esta Iglesia. Lo que
vivieron los Apóstoles, de hecho, sigue sucediendo y somos nosotros los que
estamos llamados a vivirlo, porque la promesa de Jesús no estuvo limitada sólo
a sus discípulos, sino que fue dirigida a todos los que a lo largo de la Historia
de la Salvación creyéramos en Él. Esto lo que el Espíritu Santo ha querido
evidenciar en nuestros días por medio de esta corriente de gracia que es la
Renovación Carismática.
Fuentes:
-
David Vilkerson. “La Cruz y el puñal”. Editorial Vida. 2004.
-
Vicente Borragán Mata. “La Renovación Carismática. Una experiencia de gratuidad”. Editorial
San Pablo. 2016.
-
Biblia de Jerusalén.
-
Esquemas de Seminarios de Vida en el Espíritu
de Chus Villaroel, Koinonía y Belga.