domingo, 14 de mayo de 2023

A propósito de la lecturas de este VI Domingo de Pascua.

La Palabra con la que somos bendecidos en este sexto Domingo de Pascua, es una invitación, que no podemos dejar caer en saco roto; a que descubramos como en ningún momento del caminar histórico de la Iglesia ha de dejado de cumplirse la promesa de Jesús a sus discípulos “no os dejaré solos”. Es una invitación a que veamos cerca de nosotros la presencia discreta, pero eficaz y tranquilizadora de Dios en medio de su pueblo. En este sentido el Evangelio, que este domingo proclamamos en la celebración de la Eucaristía, nos presenta lo que podríamos denominar el “testamento de Jesús”. Las autoridades judías tienen decidido que Jesús ha de morir y sólo esperan el momento oportuno para ello. Jesús ante la proximidad de la hora de la cruz, en el transcurso de la última cena que tiene con sus discípulos, conociendo que ante su ausencia la seguridad que sienten desaparecerá por completo. En el tono de despedida de sus palabras se abre una puerta a la esperanza.

 

            Jesús les garantiza y también nos garantiza a nosotros, que a pesar de los acontecimientos que se avecinan no los va a dejar solos. Les dice que “va al Padre” pero que eso no significa que se aleje de ellos y de la Iglesia en su caminar por el mundo, pero de un modo totalmente nuevo y desconocido hasta el momento.

 

Es necesario que para que eso suceda que aquellos que desde los discípulos compartieron la vida pública de Jesús y todos lo que a Él os henos adherido a su persona desde aquel momento hasta nuestros día, continuemos caminando tras sus pasos amándolo a Él y al prójimo a través de las obras de misericordia.

 

Pero tanto los discípulos de Jesús como nosotros somos débiles y muy dados a abandonar aquello que nos cuesta trabajo y nos supone esfuerzo; y amar al prójimo y sobre todo al enemigo es algo que cuesta mucho esfuerzo. Y más cuando Jesús que era quien los animaba con sus enseñanzas y su milagros ya no está físicamente con ellos. Jesús, que sabe de esta realidad de cada hombre y mujer que ponemos nuestros pies sobre la faz de la tierra. Les dice que Él va a pedir al Padre que les envíe otro protector, otra fuente de seguridad; lo que Él llama “Paráclito” en ese momento el Espíritu Santo ocupará el lugar de Jesús en la tarea de enseñar y cuidar de la comunidad de los discípulos y toda la Iglesia.

 

El Espíritu Santo que obra únicamente en la Iglesia, esto es para que actúe u obre sobre mi he de sentirme parte de la Iglesia, ayude a los bautizados y discípulos de Jesús a entender sus enseñanzas, su parábolas, cada una de sus palabras y sus milagros a la luz de los desafíos que cada siglo presenta a la Iglesia, esta pueda responder alzándose como un faro que guía al navegante en la noche oscura del pecado y de una vida sin Dios.

 

Por otro lado, el Espíritu Santo conduce a la comunidad de los creyentes, la Iglesia, a través de la historia al encuentro de la verdad, la libertad y la vida eterna. Propiciando a cada creyente la seguridad, la guía  y las defensas necesarias frente a todo aquello en lo que nos hallamos de enfrentar por ser fieles a Cristo y a la hostilidad del mundo por ello.

 

En esta nueva forma de estar Jesús con su pueblo a través del Espíritu Santo que es el amor del Padre y del Hijo derramado sobre la Iglesia, la va acompañar hasta el final de los tiempos. Y la Iglesia es consciente de esto porque sabe que en medio de ella, a pesar de la dificultades y de las persecuciones; siempre ha habido y hay hombres y mujeres que arden en deseos de vivir una entrega al prójimo como la entrega de Jesús en el ara de la cruz. Tal y como hoy hemos visto en la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles.

 

En esta lectura vemos como la primitiva comunidad de Jerusalén después de vivir unos años en relativa calma. Entorno al año 35 algunos de sus miembros, ante la persecución desencadenada contra ellos, tienen que buscar refugio en las regiones vecinas. Propiciando con ello que la Buena Noticia del Evangelio se extienda fuera de Jerusalén. Como es el caso del apóstol Felipe, que hemos visto hoy en la primera lectura como predica el amor de Dios entre los samaritanos.

 

Recordemos una cosa, que veíamos esta cuaresma el domingo en que proclamamos el Evangelio de la Samaritana. Que los judíos no se trataban con los samaritanos, a los que consideraban herejes, porque en el pasado mujeres samaritanas se habían casado con soldados del invasor babilonio. La predicación de Felipe, demuestra que la Iglesia no tiene fronteras, ni hace acepción de personas; con lo que se abre la puerta a la evangelización del mundo pagano.

 

Resulta curioso que a veces los paganos convertidos al cristianismo están más predispuestos que los cristianos de “toda la vida” a vivir los valores del Evangelio. Tal es el caso de los samaritanos a los que Felipe ha anunciado la Buena Noticia del Evangelio; que se adhieren a Jesucristo, naciendo de este modo una comunidad de hombres y mujeres libres. Pero para que esta comunidad deje de ser un grupo más unido por unos intereses comunes y se constituya como Iglesia no basta sólo con acoger la Palabra del Evangelio, eso también lo hacen en otras comunidades cristianas no católicas y sin embargo no son Iglesia; porque lo que nos constituye como Iglesia, como nuevo pueblo de Dios es el derramamiento del Espíritu Santo que el Padre y el Hijo hacen descender sobre todo aquel que se adhiere al grupo de los discípulos de Jesús. Y Jesús sólo creo un grupo de discípulos, la Iglesia, y esto es así porque si nos remontamos en el tiempo generación tras generación podremos sin interrupción alguna a los apóstoles y de estos a través del pueblo judío entroncar con los patriarcas del Antiguo Testamento.

 

Sin este derramamiento o efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia y en particular sobre cada cristiano, prácticamente imposible que cumplamos con lo que hoy se nos pide en la segunda lectura de hoy. No podremos reconocer la santidad de Jesucristo, no podremos reconocerlo caminando a nuestro lado. Porque esta certeza surge de la confianza y esperanza que da el Espíritu al disipar el miedo en aquellos que se han unido a Jesucristo en su Iglesia.

 

Sin esto, ente las patentes hostilidades y la persecución por permanecer junto a Él a pesar de las muchas invitaciones que todos los días recibimos para dejarlo de lado y lanzarnos a los placeres y perversiones del mundo. No podremos actuar como el Apóstol Felipe, que a pesar de tener que huir, allí donde va da razón de su fe y de su esperanza ante quienes lo reciben; de un modo muy diferente al que está acostumbrada nuestra sociedad, sin agresividad, con delicadeza y modestia con respeto, con buena conciencia mostrando su amor hacia todos incluidos los enemigos.

 

Este camino aunque a simple vista pueda parecer el fracaso más rotundo de los fracasos, el Espíritu nos la certeza de que no es así porque la victoria del cristiano, es la resurrección, la vida eterna y eso nuestro mundo no lo entiende.

 

 

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